No es de extrañar que Akenaton adorase al sol; en su patria, las imágenes mas hermosas se dan con su nacimiento y su muerte.
Aton, el Dios del sol, inunda cada mañana el país con su fuerza dolorosa, toca cada rincón con sus poderosos brazos y obliga a todo ser viviente a buscar cobijo.
El Nilo aporta la bebida, frescura necesaria para desarrollar en sus riberas lo verde que significa la vida en un continuo suceder de crecidas a los largo de los siglos.
El uno sin el otro nos privarían de especies que se acumulan en los mercados en un revoltijo de colores y de aromas.
Sin su hermanamiento estaríamos huérfanos del goze que supone navegar lentamente hasta Asuan; para, en la cubierta de un barco, pensar en una nueva novela de Agatha Christie escrita desde su habitación en el hotel Old Cataract, quizá mirando por la ventana las falucas que van y vienen desde los poblados nubios.
Y el sol sigue doliendo en la piel y en los ojos, y sientes su poder y das gracias por el agua que divide el pais y lo cura y lo hace lleno en la lengua verde y azul que supone el curso del Nilo a lo largo de los kilómetros.
Mientras, en el Templo de Philae cae pronto la tarde; demasiado pronto, el Dios de la luz muere como nace, temprano.
La algarabía de los turistas contrasta con la tranquilidad de algunos aborígenes que miran como muere Aton una vez más. El tiempo se detiene y buscas con los ojos el punto hacia donde mira al árabe y te inunda el iris en un ultimo saludo a los mortales.
Los barcos y las falucas se deslizan por el hermano río y cae la noche.
Cuando todo se apaga se produce, como cada día, la verdadera Muerte en el Nilo.
Angélica Bolívar Parra, autora del blog Una mujer de viaje
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